lunes, 29 de diciembre de 2014

Inocencia

Inocencia llegó al mundo un 1 de Febrero, probablemente a mediodía, a las doce y cuarto, según le dijo su madre. Sería por eso que nunca le gustó madrugar.
No fue una niña buscada, sus padres ya tenían la parejita, ella fue algo así como... un accidente, un accidente con ojos azules, ricitos dorados y con mirada "de lástima" como decía su padre. Así que  no se esforzaron mucho en elegir su nombre, la llamaron como su madre, Inocencia.
Fue una niña muy torpe, cuando jugaba siempre se caía, nunca se supo si era debido a su miopía de la que no se dieron cuenta sus padres hasta que cumplió los catorce años o a qué extraña circunstancia pero cuando jugaba a la cuerda con las amigas salía disparada y se daba contra la pared del colegio, cuando saltaba las escaleras aterrizaba con la cabeza en el suelo, cuando jugaba al escondite y salía corriendo para que no la pillaran, también solía caerse o estrellarse contra las paredes de la calle. Su madre tenía ya el pañuelo preparado con la moneda de cincuenta pesetas para tapar el chichón que casi siempre llevaba en la frente.

Inocencia subió corriendo, agitando las trencitas, y llorando desconsolada, las escaleras de su casa.
- ¡¡¡Mamá, el Sultán se ha comido mi tortilla!!!
Su madre se asomó a la escalera, ya sabía que era su llorona hija pequeña. Sultán era un gran pastor alemán, la mascota de una de las niñas que vivían al final de la calle. Y la pequeña le tenía pánico.
- ¿Qué ha pasado?
- Pues... estaba jugando a la comba y- contestó Inocencia entre hipidos- se ha salido la tortilla  de dentro del bocadillo y se ha caído al suelo, y el Sultán se la ha comido!!!
- Bueno, no pasa nada, ya te hago otra.
En los años 60 las madres siempre estaban en casa y los padres solo trabajaban, por regla general en dos empleos para poder llegar a fin de mes. Cuando Sultán aparecía por la calle, Inocencia salía corriendo y el perro tras ella, mientras más corría más la perseguía el perro,, hasta que llegaba al portal de su casa y subía corriendo las escaleras, ya no volvía a bajar. Se sentaba en el balcón, con las piernecitas colgando entre los barrotes y allí se sentía a salvo del perro, al que miraba desde arriba. Cogía los tebeos, o los cuentos y se comía tranquila el bocadillo de tortilla que le había vuelto a hacer su madre.
Cuando llegó a la adolescencia, de los tebeos de Mortadelo y Filemón y los cuentos de hadas y princesas (de donde sacó la conclusión de que si no te casabas no podrías ser feliz) pasó a las novelas de Corin Tellado, donde se seguía afianzando la errónea idea de que venías al mundo para enamorarte, casarte y ser feliz. Claro que, cuando veía a su madre pasarse los fines de semana planchando o cosiendo y a su padre arreglando relojes, toda la tarde, y casi sin hablarse... ¿qué tenía que ver eso con las princesas y el “se casaron y fueron felices”?
Aparte de una charla que les dieron en el colegio sobre educación sexual: la regla y cómo nacen los niños, de la que dedujo que ya lo sabía “todo”, nunca le interesó ese tema, ni indagar nada sobre el desarrollo de su anatomía.

A los quince años tuvo su primer amor platónico, el profesor de matemáticas del instituto. Como buena romántica se enamoraba de todo aquel amor imposible, inalcanzable. Estaba tan enamorada de su profesor que no sólo hacía los problemas que le mandaba con los deberes, sino que se inventaba problemas para enseñárselos al final de la clase y comentarlos con él.
Era extremadamente tímida. Sus primeros contactos con el género masculino tuvieron lugar en la discoteca, ella era de las que apoyaban los antebrazos contra las clavículas del chico para que no se acercara demasiado.. Su madre y su abuela le decían que… no había que “dejarse”.
Su primer beso en los labios no tuvo lugar hasta los diecinueve años, ya antes un chico le había pedido para salir, en el instituto, pero, como era muy responsable, le dijo que tenía que estudiar, que en todo caso a la hora del recreo. Pero a la hora del recreo le dio tal corte que se escondió… y el chico ya no volvió a insistir. Era tan buena nena que los chicos de la clase no le pedían para salir, precisamente por eso, por ser muy “buena nena”.
El caso es que sin darse cuenta se encontró saliendo con Valentín, un niño de quince años, cuatro menos que Inocencia, con el que iba a clase de teatro. La besó una vez, dos, pero a la tercera Inocencia pensó que aquello debía ser pecado mortal y fue a la iglesia a confesarse. El cura le dijo que tenía que guardarse para su marido, y... ¿cómo sabría ella si Valentín iba a ser su marido?
También fue la primera vez que vio los órganos genitales de un hombre (los de Valentín) totalmente en erección cuando se los enseñaba. Quedó estupefacta, ¡cuantas cosas y tan grandes se guardaban los hombres debajo del pantalón! Hasta ahora los que había visto eran los de algún niño pequeño o algún bebé de los que cuidaba cuando trabajaba esporádicamente de canguro. ¡¡¡Pero aquellas cosas eran enormes!!!
Una tarde que se quedaron solos en casa de Valentín, la convenció para que se desnudaran y hablasen desnudos pero lo que hizo ¡¡no fue hablar!! comprobó nerviosa, Inocencia, sino que se puso sobre ella, presionando con su pene su clítoris. Tan sólo repetía: ¿Te gusta? ¿te gusta? Inocencia miraba el reloj y pensaba que se le iba a hacer más tarde de las diez para volver a casa, y le iban a echar la bronca.
Valentín se detuvo y se la quedó mirando: “¿cómo puedes ser tan fría?” le dijo.
¿Fría? pensó Inocencia, tenía la temperatura normal, era invierno... Por fin consiguió quitárselo de encima, aunque llegó algo más tarde de las diez de la noche a casa.
Inocencia se quedó muy preocupada, ¿se habría quedado embarazada? ¿había hecho el amor por primera vez?. Una compañera de clase que ya lo había hecho le dijo que le dolió, que le rompió el himen. Ella no había sentido ningún dolor ni rotura de nada, cuando Valentín se puso sobre ella, así que… no debía ser eso. No entendió lo que le dijo su amiga de un… orgasmo, pero... por no preguntar... ¿qué sería eso? Pero después de aquel susto no quiso volver a salir con Valentín.

Después del instituto decidió estudiar Magisterio. Como la Escuela Universitaria estaba en la ciudad, el primer día fue con el autobús, con sus compañeras del instituto, pero el segundo día le dijo su padre que cogiera el tren, que era más barato. Su hermano le hizo un plano de cómo llegar hasta la escuela, pero... claro... ella era negada para los mapas, tenía un sentido nulo de la orientación, así que tomó el mapita al revés y... se perdió. La casualidad hizo que viera por la calle a un chico cuyo rostro le era familiar. Recordaba haberle visto el día anterior, en clase, en la presentación. Se acercó a él.
- Perdona, vas a la Normal, ¿verdad?
- Si - le contestó mirándola sorprendido, con aire interrogativo.
- Es que... me he perdido, ¿puedo ir contigo?
- Si, si, claro.
Jorge la miró, no era una pregunta muy común si no te la decía una niñita sino una preciosa chica de veinte años. Cuando llegaron se unió a sus amigos. Inocencia, ya en clase, se sentó con ellos, mientras sus amigas se quedaban alucinadas al ver qué pronto había hecho amistad con el género masculino.
Así llegó la época en que empezó a tener éxito con los chicos, porque dos de ese grupo le pidieron para salir, y aceptó a uno de ellos. Era un chico guapo, alto, pero sumamente cariñoso, la agobiaba, le cogía la mano en clase, cuando paseaban por la calle la abrazaba y se sentía sumamente “espachurrada”. Una mañana, en clase, Inocencia le pasó una notita: “creo que será mejor que lo dejemos”. Y así acabó la historia. “Con esa carita de ángel que tienes, eres un demonio” , le dijo el muchacho.
Unos meses más tarde se enamoró de Fernando, otro compañero de clase, vasco, que tenía unos preciosos ojos verdes y llevaba barba. A él le gustaba estar con aquella muchacha, era tan ingenua que despertaba su lado más protector, le hablaba de las experiencias sexuales y de lo placenteras que eran. Inocencia seguía sin encontrar la gracia a aquello del sexo. Después de su mala experiencia con Valentín, nunca había vuelto a dejar que un chico se “acercase tanto”. Fernando le dio unos besos dulces y cálidos. Pero cuando acabó el curso se fue al país vasco.
Y llegó el verano y con él la necesidad de buscarse un trabajo temporal en la costa. Lo encontró de dependienta en una tienda de ropa, con su amiga Paloma. A mediodía se comían un bocadillo en la playa, y como Paloma era hija de un coronel de la base aérea, se quedaban en la caseta que la aviación tenía en la playa y que estaba al lado de la caseta de la Cruz Roja. Se hicieron amigas de los soldados del bar de la caseta y de los socorristas. Pero Paloma aguantó poco y al mes ya quiso marcharse, pero Inocencia se quedó y siguió frecuentando las casetas. Se comía el bocadillo y se echaba la siesta en la playa hasta las cinco que entraba por la tarde. Un día le dijo uno de los socorristas.
- ¿Por qué no te vienes a mi caseta? Ahí tenemos una cama y podrías dormir mejor que en la arena.
- Ya, pero... a mi no me van a dejar entrar.
- Si vienes conmigo, si.
Y tanto insistió un día y otro que al final Inocencia se animó y le dijo que si, deseosa de echar una cabezadita, porque se levantaba muy pronto para coger el bus y se acostaba muy tarde.
Entraron en una pequeña habitación que había en la caseta. ¡Qué bien!, Inocencia se tumbó en una pequeña cama boca abajo y cerró los ojos. El joven se sentó en una silla.
- Puedes irte ya - le dijo abriendo los ojos y mirándole.
El se levantó y se sentó en la cama junto a ella, la miró y empezó a acariciarle el pelo.
- En esta cama cabríamos los dos, ¿no crees?
A Inocencia se le encendió una bombillita y… empezó a ver clara la situación... ¡¡no iba a dejarla dormir... igual quería hacer otras cosas en aquella cama!!
Pegó un salto de la cama y se dirigió a la puerta. Él la sujetó por el brazo.
- ¿No me das ni un beso?
La muchacha se soltó, abrió la puerta, pasó por delante de la otra caseta, cogió la toalla y siguió corriendo por la arena hasta alejarse de allí. ¡¡¡Qué vergüenza!! Ella y su falta de perspicacia para ver las segundas intenciones, seguro que el de la caseta de la aviación también había pensado que ella quería acostarse con el socorrista, y ella, tan pava como siempre... va y piensa que quiere dejarla dormir.
Al día siguiente se lo contó todo al soldado de la caseta y cuando vino el socorrista no quiso ni hablar con él. Al final fueron ellos los que se pusieron a discutir uno diciendo que ya sabía a lo que iba y el otro defendiéndola.

Un hermoso día de verano apareció Fernando en la tienda, no se lo podía creer. Había venido de vacaciones. Se fueron a la playa a comer y luego se perdieron por las rocas. A Inocencia le gustaban sus besos y sus caricias, sobre su piel, tapada tan solo por un pequeño bikini negro.
- Eres como un fruto prohibido- le dijo Fernando- tengo miedo de tocarte.
- No tengas miedo.
Y una tarde se fueron a su apartamento.
- ¿Por qué no nos duchamos juntos?- le dijo.
Inocencia dudó unos instantes, le daba vergüenza pero… ¿¿por qué no??
- Pero no me toques- le dijo bajo la ducha.
- No, no te toco - él sonreía mirando el cuerpo bronceado de Inocencia, donde justamente quedaban en blanco los cuadraditos del bikini.
Ella bajó la vista a sus genitales bajo el chorro del agua ¡¡¡Vaya, qué cosa más rara!!!. Lo que ella recordaba es que eran enormes y lo que él tenía estaban... arrugados. Ni se le ocurrió pensar que aquello podía agrandarse y encogerse. Se secó y se vistió deprisa con una falda blanca y un polo. El se puso un boxer y se tumbó en la cama. Inocencia se tumbó junto a él. Empezó a besarla y acariciarla. Pero su respiración se hacía rápida, empezó a jadear y ella se asustó y abrió los ojos desmesuradamente.
- ¿Qué te pasa? ¿estás bien?
El se detuvo y sonrió. La mirada de Inocencia se posó en el boxer entreabierto por el que asomaba algo que se movía.
- ¿Qué miras?
- Nada, nada. ¿Nos vamos?

En unas vacaciones de invierno fue con María, su mejor amiga, a su pueblo, en Teruel. Inocencia tuvo mucho éxito, con los chicos del pueblo, su simpatía innata, su larga melena leonada y sus preciosos ojos azules hechizaban a más de uno. María, sabiendo lo ingenua que era, la puso sobre aviso.
- Mira, si un chico te dice que vayas con él a la fuente, o detrás de la Iglesia, ya sabes a lo que vas, ¿entiendes?
- Sí, ya sé. No te preocupes, me acordaré.
Se estaba bien en aquel pueblo, aunque solo había dos bares, pero hacia un frío intenso y un aire gélido y cortante aquella noche.
Arturo la llevaba cogida por la cintura al salir de uno de los bares.
- ¿Quieres que vayamos a dar una vuelta?
- ¿Por dónde?- preguntó recelosa.
- ¿Vamos hasta la iglesia?
- No, a la iglesia no. – menos mal que la había advertido Maria.
- Pues hasta la fuente, y bebemos agua.
- No tengo sed.
- ¿Y al coche?- le preguntó separándose de ella y abriendo los brazos, impaciente- ¿te vienes conmigo al coche o también te da miedo?
¿Al coche? Maria no había dicho nada del coche.
- Sí, si, al coche si, por supuesto, con el frío que hace. Vamos al coche.
Hacia muchísimo viento y en el coche se estaba bien. Arturo empezó a acariciarle el pelo.
-Tienes un pelo precioso.
Pero al pasar su mano por la cara de la muchacha, le saltó la lentilla. (Inocencia llevaba lentillas desde los quince años pero como eran duras, de las primeras que se hicieron, a veces saltaban)
- ¡Espera, espera!, me ha saltado la lentilla, no te muevas. Enciende la luz.
- ¿La lentilla?- Arturo encendió la luz del coche- A ver, ¿ por dónde ha caído? Si es que... vaya noche me estás dando..
- Mira a ver si brilla algo, que yo no veo bien sin la lentilla.
Maria, que estaba aparcada en otro coche, algo más atrás, con otro chico, se quedó perpleja.
- Pero si es mi amiga, y ¿qué hacen encendiendo la luz, es que no atinan?
Dentro del coche Arturo no paraba de quejarse, mirando entre los asientos. Al final consiguieron encontrar la lentilla. María vino con su chico a ver qué les pasaba, muerta de risa, y volvieron juntas a casa.

Ernesto, uno de sus amigos le pidió que saliesen juntos. Inocencia se sentía bien con él, se le veía fuerte, protector y le daba siempre buenos consejos. Ya tenía veintitrés años y casi todas sus amigas tenían novio. Iba siendo hora de sentar la cabeza. Era sumamente cariñoso, y tierno y daba los besos más dulces que jamás le habían dado.
- Salimos; pero a mi eso del sexo no me interesa- le dijo.
- Bueno- contestó él- no tengo prisa, ya te interesará.
En una de aquellas tardes de caricias y besos, tuvo Inocencia su primer orgasmo. ¿Qué era aquella sensación? le pareció algo maravilloso.
Poco después, Ernesto, intentó hacerle el amor pero, recordando su experiencia sexual con Valentín le dijo:
- Por ahí no es.
El quedó unos instantes perplejo.
- ¿Cómo que por ahí no es?
- Por ahí no hay nada, es ahí delante.
- Claro que es por ahí.
- Que no, que ahí no hay nada.
Le costó un tiempo convencerla y explicarle que si, que era por ahí (no es preciso aclarar que Inocencia no usaba tampones, sino compresas, y que nunca se le había ocurrido masturbarse)
Varios meses más tarde y tras muchos intentos de acercamiento y retirada, llegó a tener su primera relación sexual, y, aunque no le pareció gran cosa, por fin, a sus veintitrés años, consiguió perder... su inocencia.
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Inocencia descuelga el teléfono, amodorrada
- ¿Si?
- ¿Inocencia? ¿eres tu?
- Si.
- No me lo puedo creer, ¿eres tu la autora de "Rashia", el best seller de novela erótica de este año? Soy Fernando, de magisterio ¿te acuerdas?
- Si, si, claro...- murmura asombrada- Fernando, cuanto tiempo... ¿cómo... cómo has sabido mi número?
- Me encontré con Isidoro, y me lo contó. Estoy aquí, pasando el verano, ¿por qué no nos vemos? Me encantaría... de verdad...
- Bueno, pues si... yo te llamo... miraré mi agenda.
- No dejes de hacerlo- y en un susurro- no he podido olvidarte...
Inocencia sonríe maliciosa y cuelga el teléfono, ¿cuánto tiempo ha pasado? ¿veinte años? Ella tampoco ha olvidado aquellos ojos verdes mirándola en la playa...tal vez no sea demasiado tarde para que, Fernando, saboree el fruto prohibido que tenía miedo de tocar.